Volvía a casa del curro el otro día. Siempre elijo entre el cercanías o el metro: el tren tarda un poco menos hasta mi casa pero tiene menor frecuencia de paso. Me decidí por el metro. Petado. Iba con los casquitos escuchando a Tom Waits y vi que se montaban en el vagón dos ancianas con unas maletas más grandes que ellas. Estaban claramente despistadas, desbordadas y desubicadas, así que me quité los auriculares y les pregunté si necesitaban algo. Justo entonces se acercó una chica (resultó ser murciana; un encanto) porque había tenido la misma sensación de que estaban en apuros. Y lo estaban. Venían de San Vicente de la Barquera, era su primera vez en Madrid y tenían que llegar a Tirso de Molina. Perdidas era poco: estaban abducidas. Las tranquilizamos, les dije que yo tenía que hacer el mismo cambio de línea que ellas, que no se preocuparan que ya las llevaba yo... y la chica murciana, que también iba más o menos cerca. Y nos pusimos a charlar hasta la estación en que haríamos el cambio de línea. Bueno, con esa desinhibición propia de la gente que viene de fuera, hablaban un poco de todo, un poco más alto de lo normal, con un punto de impudor... quiero decir: los madrileños no nos comportamos así en el metro, hablamos más bajo, compartimos menos, nos miramos menos y, desde luego, no nos tocamos. Pero estas dos encantadoras ancianas qué iban a saber de la alienación de la capital. Noté que había quien se sentía molesto. De alguna manera, el protagonismo que se estaban llevando de forma absolutamente natural no encajaba con los generalmente asumidos códigos de comportamiento en un vagón de metro.
Llegó el momento de cambiar de línea y salimos del vagón entre decenas de curritos con prisa por llegar al sillón frente a la televisión. Muchos tramos de escaleras mecánicas. La chica murciana (ahora me doy cuenta de que no llegué a preguntarle el nombre) y yo llevábamos las maletas. De repente, me tiran de la manga. Una niña de unos trece o catorce años, con un claro aunque leve retraso, me dice que ella lo había escuchado todo y que quería ayudar porque se conocía muy bien muy bien muy bien el camino, que lo hacía todos los días menos el sábado. Y se nos unió con una soltura maravillosa.
Así que ahí íbamos una pandilla de lo más improbable: las dos ancianas, la chica murciana, la niña con retraso y servidor. Y los dos maletones. Y al acceder a otro tramo de escaleras mecánicas, las señoras, qué iban ellas a saber, se quedaron en medio, cortando el paso, y uno de esos zombis apresurados por sentarse delante del televisor se metió con ellas de malos modos. Joder, las cuatro se volvieron hacia mí, con el claro pero inarticulado consenso de que era yo la parte de la comunidad que tenía que resolver aquello. Bueno, sé dar miedo cuando quiero, así que abucharé al mangurrián ese y
mis chicas me miraron aliviadas.
Al final, las señoras estaban tan cansadas que prefirieron coger un taxi en vez de cambiar de línea. Los cinco salimos del metro, las ayudamos con el equipaje (la pequeña se empeñó en subir ella sola una de las maletas, poniendo una concentración prodigiosa en lo que hacía), paramos un taxi, le dimos la dirección al conductor y nos volvimos al metro. Nos despedimos con alegría y cierto súbito pudor.
Fui el resto del camino sonriéndome por la escena. Cuando llegué a casa, abrí la puerta diciendo: "Cariño, me acaba de pasar un Obayashi". Y le conté todo a Elena, que comprendió perfectamente ese
sentimiento Obayashi que tuve con mi improvisada pandilla.
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